Desde que empezaron esas extrañas lluvias, supiste que las cosas ya no serían igual. De hecho, la vida ya no fue lo mismo. La gente moría viendo sus entrañas podrirse y parecía no importarles; después de todo, ya habían vivido y lo visto no era bueno. Era tiempo de morir. Tú no entendías cómo se había llegado a tanto, pero luego descubrí entre líneas que todo era producto de las calderas del imperio de la Nueva Babilonia que estaban a las puertas del infierno. Ahí justo se formaban los grandes nubarrones que descargaban sus estruendos en los jardines colgantes de macetas de plástico y silicón; allí se levantaban grandes columnas de humo contaminado con bicarbonato y el viento inocente arrastraba en sus fauces toda aquella niebla del diablo envenenando para siempre los parajes de mis amadas tierras tan lejanas.
Lo leía en tus cartas acongojadas y yo, asustado, te creía, pues no tenías porqué mentir. Me decías que hubieras querido describir la belleza de una hoja cayendo de un árbol de frutas dulces y flores rojas con pistilos amarillos, deslizándose en una danza armoniosa y besando finalmente el suelo fértil y húmedo en una sutil existencia, como lo hubiese cantado Darío, o Machado, o Gavidia o Escobar Galindo. Pero no, te tocaba contarme la parte cruel de la historia y verdaderamente sufrías al hacer de esa realidad una lírica y embellecer la palabra mientras metías la mano sin guante en el culo de una vaca.